Notable convocatoria de La Jornada para una conferencia de Noam Chomsky en la UNAM. La sala Netzahualcoyotl, a reventar de estudiantes en su mayoría, profesores e investigadores, periodistas. Prueba una vez más de que el análisis de los problemas actuales, en una perspectiva crítica, sacude a la sociedad. No sólo por la perspectiva crítica, sino por la inteligencia e información que distingue el discurso del filósofo estadunidense.
Sus conferencias, las pocas veces que he tenido la suerte de escucharlo, se asemejan a un concierto de órgano de Bach: la maciza construcción modulada se acerca a los sentidos y nos llega en oleadas de razonamiento irrefutable.
Chomsky ha estudiado a fondo el proceder de los poderes e intereses económicos contemporáneos que parecen no dejar apertura para las iniciativas de transformación, que en el fondo son absorbidas por el sistema y cambiadas en su contrario, en la consolidación de su todopoderoso actuar. El actual sistema capitalista de dominación: Leviatán en la plancha de disección crítica de Chomsky que nos exhibe la entraña del gigante, y que el filósofo va mostrando con impecable brillo, hasta sus últimas consecuencias inhumanas para la vida de la humanidad.
En esa avalancha de razones tiene toda la razón. Una vez más se prueba que la etapa del capitalismo en su etapa neoliberal gobernada por los grandes consorcios mundiales domina, se impone, utiliza las revoluciones tecnológicas para controlar y esparcir falsedades a conveniencia, para disciplinar y regimentar conductas, para desbaratar los principios democráticos y convertir la política en un show business que no toca el sistema de los intereses establecidos. Sistema como un monolito, que lo que pierde hoy lo recupera mañana sobradamente.
Chomsky sostiene que las reglas del capitalismo de los consorcios actúan sobre tres principios esenciales: el de Adam Smith, para quien las políticas públicas en Inglaterra se definían por “los comerciantes y fabricantes” (actualmente los consorcios nacionales e internacionales). El de Thomas Ferguson, el de “la inversión política”, quien consideraba que las elecciones son la ocasión para que grupos de inversionistas se unifiquen para controlar el Estado. Se añade además la divisa de la mafia, según la cual El Padrino no tolera que nadie lo desafíe. Es preciso que todos entiendan que desobedecer no es opción: que alguien se oponga al Amo puede volverse un virus que disemine el contagio, el término de Kissinger cuando se preparaba para derrocar al gobierno de Salvador Allende.
El conjunto se resumiría en la máxima de Tucídides: “Los fuertes hacen lo que quieren, y los débiles sufren como es menester”.
Tales divisas funcionarían sobre todo en la política estadunidense, como cabeza del Imperio, con tremendas consecuencias en una crisis que se ensaña sobre todo con las clases pobres y medias, sin tocar a las más altas y favorecidas, considerando además que el Estado se moviliza en su favor (las medidas “anticrisis” salvadoras sobre todo de las finanzas), con el fin de que continúen en sus condiciones de extremo beneficio. Tal fenómeno se reproduciría en el interior de todos los países, en que las oligarquías prevalecen enlazadas al sistema mundial de los consorcios (la globalización, que ha dado lugar a un mundo tremendamente desigual con base en la explotación).
Varias interrogantes permitieron a Chomsky cerrar su análisis de este mundo aparentemente inamovible. Pero faltó tal vez la pregunta clave, cuya respuesta hubiera terminado por dibujar una pintura más acabada de nuestra situación: ¿Y la revolución? ¿Se nos dijo que en este mundo enfermo que vivimos (por injusto y desproporcionado) son imposibles las transformaciones sociales de fondo, y mucho menos las revoluciones? ¿Se nos habló de un mundo paralítico y sin horizontes de cambio? ¿Llegamos otra vez –en otros términos y perspectivas– al “fin de la historia” de Fukuyama?
En cierto momento del discurso pensé en la manera en que un revolucionario analizaría críticamente la situación del capitalismo actual. Del lado de la disección crítica coincidiría esencialmente con las tesis de Chomsky, pero también habría añadido una consideración extensa sobre las fuerzas sociales que se oponen a la crueldad de la actual explotación, y a las posibilidades futuras de esas fuerzas, a su existencia política y moral, sin las que tampoco se entiende el mundo actual. Un mundo en que la contradicción, el conflicto y la lucha de clases son también realidades evidentes y contundentes.
¿O se trata de un mundo cerrado y sin esperanza? No lo creemos. En la parte final de su conferencia reconoció que América Latina lleva a cabo esfuerzos para sacudirse el yugo. Y que el plan estadunidense para militarizarla (las bases en Colombia, sobre todo) es una respuesta del Imperio a estos procesos que procuran la integración de los países del sur y su impulso para diversificar las relaciones económicas e internacionales. Y la decisión que ya se percibe de contener esa patología nuestra que ha tolerado a estrechos sectores acaudalados en medio de un mar de miseria. Chomsky reconoció que en América Latina hay impresionantes movimientos populares de masas, de gran significación.
Se trata de reconocer, en ese mundo cerrado que dibujó, la necesidad de la esperanza, con plena vigencia en las palabras de Walter Benjamín: “Tenemos esperanza por aquellos que han perdido toda esperanza”.
Sus conferencias, las pocas veces que he tenido la suerte de escucharlo, se asemejan a un concierto de órgano de Bach: la maciza construcción modulada se acerca a los sentidos y nos llega en oleadas de razonamiento irrefutable.
Chomsky ha estudiado a fondo el proceder de los poderes e intereses económicos contemporáneos que parecen no dejar apertura para las iniciativas de transformación, que en el fondo son absorbidas por el sistema y cambiadas en su contrario, en la consolidación de su todopoderoso actuar. El actual sistema capitalista de dominación: Leviatán en la plancha de disección crítica de Chomsky que nos exhibe la entraña del gigante, y que el filósofo va mostrando con impecable brillo, hasta sus últimas consecuencias inhumanas para la vida de la humanidad.
En esa avalancha de razones tiene toda la razón. Una vez más se prueba que la etapa del capitalismo en su etapa neoliberal gobernada por los grandes consorcios mundiales domina, se impone, utiliza las revoluciones tecnológicas para controlar y esparcir falsedades a conveniencia, para disciplinar y regimentar conductas, para desbaratar los principios democráticos y convertir la política en un show business que no toca el sistema de los intereses establecidos. Sistema como un monolito, que lo que pierde hoy lo recupera mañana sobradamente.
Chomsky sostiene que las reglas del capitalismo de los consorcios actúan sobre tres principios esenciales: el de Adam Smith, para quien las políticas públicas en Inglaterra se definían por “los comerciantes y fabricantes” (actualmente los consorcios nacionales e internacionales). El de Thomas Ferguson, el de “la inversión política”, quien consideraba que las elecciones son la ocasión para que grupos de inversionistas se unifiquen para controlar el Estado. Se añade además la divisa de la mafia, según la cual El Padrino no tolera que nadie lo desafíe. Es preciso que todos entiendan que desobedecer no es opción: que alguien se oponga al Amo puede volverse un virus que disemine el contagio, el término de Kissinger cuando se preparaba para derrocar al gobierno de Salvador Allende.
El conjunto se resumiría en la máxima de Tucídides: “Los fuertes hacen lo que quieren, y los débiles sufren como es menester”.
Tales divisas funcionarían sobre todo en la política estadunidense, como cabeza del Imperio, con tremendas consecuencias en una crisis que se ensaña sobre todo con las clases pobres y medias, sin tocar a las más altas y favorecidas, considerando además que el Estado se moviliza en su favor (las medidas “anticrisis” salvadoras sobre todo de las finanzas), con el fin de que continúen en sus condiciones de extremo beneficio. Tal fenómeno se reproduciría en el interior de todos los países, en que las oligarquías prevalecen enlazadas al sistema mundial de los consorcios (la globalización, que ha dado lugar a un mundo tremendamente desigual con base en la explotación).
Varias interrogantes permitieron a Chomsky cerrar su análisis de este mundo aparentemente inamovible. Pero faltó tal vez la pregunta clave, cuya respuesta hubiera terminado por dibujar una pintura más acabada de nuestra situación: ¿Y la revolución? ¿Se nos dijo que en este mundo enfermo que vivimos (por injusto y desproporcionado) son imposibles las transformaciones sociales de fondo, y mucho menos las revoluciones? ¿Se nos habló de un mundo paralítico y sin horizontes de cambio? ¿Llegamos otra vez –en otros términos y perspectivas– al “fin de la historia” de Fukuyama?
En cierto momento del discurso pensé en la manera en que un revolucionario analizaría críticamente la situación del capitalismo actual. Del lado de la disección crítica coincidiría esencialmente con las tesis de Chomsky, pero también habría añadido una consideración extensa sobre las fuerzas sociales que se oponen a la crueldad de la actual explotación, y a las posibilidades futuras de esas fuerzas, a su existencia política y moral, sin las que tampoco se entiende el mundo actual. Un mundo en que la contradicción, el conflicto y la lucha de clases son también realidades evidentes y contundentes.
¿O se trata de un mundo cerrado y sin esperanza? No lo creemos. En la parte final de su conferencia reconoció que América Latina lleva a cabo esfuerzos para sacudirse el yugo. Y que el plan estadunidense para militarizarla (las bases en Colombia, sobre todo) es una respuesta del Imperio a estos procesos que procuran la integración de los países del sur y su impulso para diversificar las relaciones económicas e internacionales. Y la decisión que ya se percibe de contener esa patología nuestra que ha tolerado a estrechos sectores acaudalados en medio de un mar de miseria. Chomsky reconoció que en América Latina hay impresionantes movimientos populares de masas, de gran significación.
Se trata de reconocer, en ese mundo cerrado que dibujó, la necesidad de la esperanza, con plena vigencia en las palabras de Walter Benjamín: “Tenemos esperanza por aquellos que han perdido toda esperanza”.
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